Ana Pardo de Vera
Informar sobre el cambio climático, que ya es emergencia climática, constituye uno de los grandes retos del periodismo. En primer lugar, porque su origen lejano y difuminado y la potencia y variedad de sus efectos dificultan en muchas ocasiones hacer pública una información sencilla y rigurosa, que llegue a todos y todas las ciudadanas cuyo conocimiento de la realidad es un derecho en cualquier democracia. Es un derecho recogido en la Constitución, por ejemplo, en el caso de España, aunque los periodistas que creemos y somos conscientes del componente de responsabilidad pública de nuestro oficio sigamos batallando cada día para que se cumpla. Esa, no obstante, es otra historia.
La crisis climática es nuestro gran desafío, también, porque debe ser abordado con rigor, seriedad y limpio del amarillismo en el que en demasiadas ocasiones se sumergen los medios de comunicación.
Sin duda, el destrozo al que estamos sometiendo a nuestro Planeta, el único que tenemos, es un drama en toda la amplitud de la palabra y merece un reproche colectivo por no haber querido poner coto a tanto ensañamiento con la naturaleza y sus recursos. Esta tragedia en la que estamos inmersos -en el momento en que escribo estas líneas, a mediados de octubre, estamos a 25 ºC en Madrid y no acaba de llegar la lluvia- no supone, sin embargo, excusa alguna para explotar el morbo por el morbo de los desastres naturales, las pandemias o la contaminación y sus efectos nocivos sobre la salud humana.
Informar es mostrar los hechos tal y como ocurren sin evitar ninguna de las patas del contexto que los rodean, es decir, no basta con presentar en la televisión imágenes angustiosas de incendios sobrecogedores, con toda su carga de sufrimiento humano, si no contamos también las razones por las que, como este verano seco de 2022, hemos llegado a este punto. Eso implica, sí, mucho trabajo, pero para eso estamos.
Los medios de comunicación, el periodismo, necesitan una revisión profunda de sus mecanismos de información sobre el Planeta y los efectos que ha provocado en él la voracidad del ser humano. Resulta prácticamente imposible dar a conocer cualquier cosa sin incluir la perspectiva climática, lo que lleva implícito el análisis o el conocimiento científico: política, economía, geoestrategia, energía, movimientos migratorios, guerras, comercio, consumo, nutrición, salud, pobreza, tecnología, evolución del trabajo, desigualdad social, desarrollo …
Todo esto y más requiere siempre, y ya desde hace años, una mirada con la perspectiva del cambio climático, ese que está condicionando la vida de las personas desde las más poderosas hasta quienes no tienen nada. Y es precisamente en este último punto en el que el periodismo debe centrar el afán primero de su razón de ser: informar sobre aquello de lo que los distintos poderes no quieren que informes, esto es, denunciar.
La emergencia climática es un hecho que solo niegan los ignorantes, los trastornados o quienes no tienen interés en que se constate. Estos últimos son los más peligrosos y pertenecen, en la mayoría de las ocasiones, a ámbitos negacionistas que pretenden deformar la realidad con bulos para someter a la gente mediante el miedo y la inseguridad; es decir, que pertenecen a ámbitos de lo que se conoce como los nuevos fascismos, caso de Trump en EE.UU. o de Bolsonaro en Brasil, entre otros.
La negación de la crisis climática, la normalización de bulos y manipulaciones contra su existencia, la pasividad política e institucional ante sus efectos ya devastadores sin que el periodismo le haga frente, denunciando comportamientos claramente antidemocráticos, solo añadirá sufrimiento al sufrimiento y desembocará en unas brechas de desigualdad más insoportables que las actuales, que ya son demoledoras: solo quedará Planeta habitable para unos pocos y lo que se nos antoja como una distopía en las salas de cine será una realidad más pronto que tarde.
Vivimos en una época en la que los responsables públicos y los partidos políticos funcionan a base de marketing y decisiones cortoplacistas y de efectos inmediatos para hacer frente a los cambios sociológicos que les mantienen en un continuo vaivén electoral y una inestabilidad que impide desarrollar grandes planes, entrando de esta forma en un bucle del que parece complicado salir sin una ciudadanía y unos movimientos sociales convenientemente informados que reclamen, exijan, soluciones de futuro, no solo de presente, a sus mandatarios, a los responsables de su bienestar en un mundo maltratado.
Coinciden los expertos sociólogos en señalar que las dos revoluciones que en este momento pueden transformar el mundo son el feminismo y el ecologismo. Ambas luchas, pacíficas, de largo recorrido y entrelazadas inevitablemente, atraviesan todos y cada uno de los poros de la vida diaria de la gente, son transversales y garantizan dos valores que constituyen hoy día la base del bienestar: la igualdad de derechos y oportunidades de todos los seres humanos y, precisamente como únicos seres racionales del Planeta, el deber de respetar y proteger el entorno que le acoge. Exactamente lo contrario de lo que se ha venido haciendo hasta ahora desde la mayoría de los ámbitos de mayor influencia y poder.
La labor del periodismo, si estamos a tiempo de revertir o, al menos, frenar el efecto de la emergencia climática, es la de informar y denunciar sobre todo aquello que se salte estas dos premisas fundamentales, explicando asimismo el porqué de la necesidad de darles cumplimiento. Para ello, necesitamos una actualización aun mayor de conocimientos y probablemente, una limpieza profunda de infiltrados en el oficio con intereses contrarios al de la información honesta y rigurosa. Nos hemos quedado sin tiempo.