José Andrés Herencia Guibelalde
El otro día, dando una vuelta con mi familia, pasé cerca de un restaurante de comida rápida de una de las cadenas más famosas del mundo. La humareda negra de su chimenea me reveló algo que había pasado por alto hasta ese momento…
¿Nuestra alimentación está destruyendo el planeta?
Pensé en la abundancia de este tipo de restaurantes, en la sobreproducción de alimentos que generan y en el impacto ecológico que causamos como consumidores de estas cadenas. Cuando comencé a investigar, la metáfora del humo negro se convirtió en realidad.
Según National Geographic, en 2050 habrá 10.000.000.000 de habitantes en la Tierra y con la dieta que seguimos actualmente solo alimentaríamos al 50% de la población.
Nuestro modo de consumo de alimentos es insostenible para nuestro planeta, no podemos seguir así y hemos de cambiar ahora. Por analizar, detengámonos a observar los siguientes problemas: emisión de gases por parte del sector agroganadero y mala gestión de alimentos.
Una alimentación cuyo impacto parece invisible
No somos conscientes del impacto que genera la magnitud y la naturaleza de nuestro consumo. Para hacernos una ligera idea, producir un solo kilogramo de vegetales requiere 322 litros de agua. Cada alimento de este tipo que llega a nosotros se ha de plantar, regar, fertilizar, fumigar, almacenar, envasar y finalmente transportar. La inversión de ingentes cantidades de agua, el gasto energético que conlleva y la cantidad de gases que se liberan a la atmósfera durante esta cadena es masiva.
Según la Comisión Europea, en un proyecto en colaboración con Copernicus, el principal agujero de la capa de ozono ha aumentado su tamaño en un 75% desde 1979 y actualmente es más grande que la propia Antártida. Cada año llega a su máximo entre septiembre y octubre, contribuyendo a la radiación solar que destruye los polos y favorece el calentamiento global, aumentando la temperatura de la tierra en varias décimas.
La emisión de gases del sector agroganadero es uno de los principales contribuyentes a esta cadena. De acuerdo a los datos facilitados por Greenpeace -impulsor de la campaña “ni mu”, por la lucha contra las macrogranjas-, se produjeron más de 70 millones de toneladas de dióxido de carbono y metano en 2019.
Esto prueba que desde nuestra alimentación se está sumando a la lenta debilitación de la capa de ozono, a la generación de olas de calor y a la contribución en temperaturas más cálidas; que por su parte dificultarán la sostenibilidad del propio sector. Todo ello, invisible a nuestros ojos, pero con consecuencias.

Mala gestión y elección de alimentos
En 2021 se desperdiciaron 931.000.000 de toneladas de alimentos, el 17% de todos los alimentos disponibles en el planeta. Más de la mitad procedían de los hogares, el resto, de comercios y restaurantes. Este problema está intrínsecamente ligado con la falta de concienciación y malos hábitos de consumo de alimentos.
Otros protagonistas de nuestra alimentación son los ultraprocesados. Los consumimos diariamente por su accesibilidad y su precio: embutidos, galletas o helados. Este tipo de alimentos se fabrican con elementos ya procesados, requieren un doble tratamiento, un proceso que conlleva la pérdida de nutrientes y que consigue que su ingesta no nos proporcione lo necesario para considerar una ingesta saludable.
Por otra parte, estos alimentos también contienen un elevado número de azúcares, aditivos, sal, conservantes y colorantes. En elevadas cantidades, estos ingredientes pueden causar graves enfermedades como trombosis o distintos tipos de infartos. Se especula que pueden ser cancerígenos y según un estudio de The American Journal of Clinical Nutrition, su consumo en abundancia favorece el sobrepeso.
En España el 25% de la población tiene problemas de sobrepeso. En Estados Unidos el índice de obesidad es del 42%. Esto está directamente relacionado con el tipo de alimentos que consumen, en su mayoría, comida basura con abundancia de grasas y rica en calorías.
Además, esta realidad también refleja desigualdades sociales. Numerosos estudios demuestran que un nivel socioeconómico bajo suele conllevar una dieta desequilibrada, cargada de grasas, embutidos, carne roja y bebidas azucaradas.
Las consecuencias ya mencionadas con anterioridad son serios problemas de salud e incluso la muerte de mucha gente por exceso de colesterol, ataques al corazón u otras enfermedades. Además del desperdicio de alimentos que realmente sí necesitamos y están en buen estado, pero que no son consumidos.
Es aquí donde radica la cuestión: tenemos que tratar los problemas o de lo contrario no solo no podremos salvarnos a nosotros mismos de graves problemas de salud, sino que tampoco podremos salvar al medio ambiente.
Con esto dicho enumeraré una serie de propuestas que favorecen el cambio de nuestra dieta paulatinamente con el fin de continuar reduciendo el cambio climático, tanto como esté en nuestras manos.
Una dieta más vegetariana
Este sería un buen punto de partida para comenzar a cambiar nuestra dieta de cara al futuro. Aunque no podemos destinar a este tipo de alimentación a ser la solución definitiva al cambio climático, sí es una buena forma de comenzar a mejorar nuestro uso de los recursos del planeta.
Tener una dieta más vegetariana disminuiría el consumo de productos cárnicos, que indirectamente llevaría a los ganaderos a reducir sus cabezas de ganado considerablemente, y esto contribuiría a una lenta recuperación de la dañada capa de ozono.
Aunque con esta dieta no pretendo eliminar la carne por completo, lo cual sería inaceptable para una gran parte de la población, sino reducir considerablemente su consumo. Porque hay que tener en cuenta que aunque no se consuman productos de origen animal, el cultivo intensivo también puede traer consecuencias negativas como podría ser la disminución de la fertilidad de la tierra.

La necesaria intervención del gobierno
Es evidente que tarde o temprano los gobiernos iban a verse involucrados en este asunto, no obstante, ¿se involucran tanto como deberían?
El gobierno está otorgando ayudas a la industria ganadera y agrícola para que salgan adelante, además de propiciar que puedan tener un desarrollo sostenible. Prueba de ello es el real decreto del 2 de noviembre de 2021, que establece unas bases reguladoras para la concesión de ayudas destinadas a la ejecución de proyectos sostenibles dentro de este ámbito.
Sin embargo, por muy positivas que sean dichas ayudas, no impulsan por completo el freno del cambio climático porque tienen limitaciones: sólo se pueden conseguir a partir de unas condiciones específicas. En el artículo 22 se menciona que es necesaria la evaluación de un técnico, tener un número mínimo de hectáreas y otro de cabezas de ganado.
En parte es positivo porque fomenta la utilización de energías renovables en las actividades agroganaderas, así como las nuevas tecnologías. Desde mi punto de vista esto podría ser un gran cambio a favor del medio ambiente ya que reduciría notablemente la emisión de dióxido de carbono y el metano, así como el exceso de consumo de carne roja y el espacio necesario para el pasto de estos animales.
Otra opción a sopesar podría ser un impuesto extra por consumir según qué tipo de alimentos, algo así como lo que hicieron hace unos años atrás en México aplicando un impuesto extra a los refrescos azucarados. También hemos de considerar los envoltorios de estos alimentos, en su mayoría de plástico, en los que se podría incentivar un intercambio por algún material reciclable o biodegradable.
Pero, y los más desfavorecidos, ¿podrían tener acceso a estos alimentos sostenibles? La respuesta obvia sería que no, ya que cuesta más producirlos y por ello resultan más caros. Sin embargo, existen medidas de los gobiernos que pueden mejorar esta realidad. Por ejemplo, en la Unión Europea se ha destinado un fondo común de ayuda alimentaria, el FEAD (Fondo Europeo de Ayuda a Desfavorecidos), que se dedica a erradicar la pobreza alimentaria con un plan a diez años iniciado en 2020.
Reducir el despilfarro de alimentos
Un tercio de todos los alimentos producidos se desecha, un problema que no es nuevo para nosotros pero que convendría resolver. Esto no solo contribuye al cambio climático sumando emisiones de dióxido de carbono, sino también generando residuosque tratar.
Dicho desperdicio de alimentos tiene una alternativa en este nuestro país, la aplicación Too Good To Go. Esta empresa se dedica a vender el excedente de comida que no ha sido consumida en hoteles y restaurantes, en perfectas condiciones, como una buena forma de contribuir a la economía circular y darle una utilidad a estos alimentos.
Pero, ¿qué sucede con aquello que la empresa no está dispuesto a vender ya que “no están en buenas condiciones”? Mi teoría es que irremediablemente se arrojan a la basura, algo que no resuelve el problema. Podríamos solventarlo parcialmente dedicando los alimentos biodegradables a servir de abono para las plantas y dar una segunda vida a lo inorgánico.

En resumen, nuestra dieta sí puede ser una herramienta contra el cambio climático, sólo debemos prestar atención a las acciones que emprendemos para no provocar serias consecuencias. Es el momento de cambiar, de pasar a la acción, porque cada segundo que pasa el cambio climático avanza.